miércoles, 18 de febrero de 2009

Un día en las carreras


Los juegos romanos por excelencia eran los circenses. Aunque los libros y las películas nos bombardeen con escenas pobladas de adonis a pecho descubierto y el tridente en la mano, el disfrute de la plebe solo alcanzaba el grado orgiástico con las carreras de cuadrigas. Posiblemente, es mucho más fácil para Hollywood simular una pelea de gladiadores que un gran premio de la antigüedad pero el auge de este entretenimiento era tal, que aparte de dos circos de considerables dimensiones levantados en tiempos del Cónsul Flaminio y del emperador Calígula, fue necesario un tercero: El Circo Máximo... una gigantesca construcción que ocupaba la práctica totalidad del valle del Murtia. Curiosamente, el lugar no fue escogido a causa de su disponibilidad, ni tampoco porque a algún concejal listillo se le ocurriera recalificarlo a la carrera... No... Fue elegido porque la naturaleza del terrero, algo esponjosa, colaboraba a hacer menos dramáticas las caídas... que, no lo dudéis, debían ser de órdago..
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En todo caso, la inteligencia y practicidad romana estaban absolutamente presentes en el edificio; provisto de caballerizas (carceres) y vestuarios y con un graderio donde, se supone, debían de caber casi cien mil personas, estaba jalonado además por diversos puntos entre los que debían de pasar los carros (metae) y un sinfín de divinidades esculpidas en mármol que, se supone, representaban a aquellos Dioses que más y mejor se habían interesado por el asunto de las carreras. El conjunto, del que no se puede decir que fuera minimalista, estaba rematado por los Septem Ova, que eran las figuras que se volteaban cuando se iban cumpliendo las siete vueltas que componían las carreras reglamentarias... y que muy pocos llegaban a terminar.

Naturalmente y como bien sabe nuestra Ministra de Fomento, las grandes obras dan una barbaridad de problemas y necesitan actualizaciones constantes. Al principio, los caballos salían disparados al tratar de negociar las curvas y muchos espectadores quedaron literalmente empotrados debajo de estos pobres animales, también patas arriba. Para remediarlo, primero se instaló una valla de hierro y más tarde, un foso, que evitaba impactos no deseados. Más tarde Agripa, aquel yerno de Augusto que era aún más viejo que él, contribuyó a embellecer la obra sustituyendo los huevos... perdón... los ova, por los delfines dorados que incaban la cabeza al paso de los corredores... Y así año tras año, la obra más mastodóntica del Imperio, al menos al menos si consideramos solo las no militares, se iba actualizando como si de un moderno estadio de fútbol se tratara.

Y al igual que en la actualidad, cuando tocaba evento deportivo, los aledaños del recinto cobraban vida propia y se convertían en una pequeña ciudad donde se celebraban espectáculos menores, se cerraban contratos e intercambios mercantiles de todo tipo, se intercambiaban esclavos y concubinas y se delinquía y robaba a discreción... Sí... a pesar del esfuerzo de las cohortes urbanas y de los vígiles, especie de cuerpo de policia con labores relacionadas con el orden público, la aglomeración de personas, el frenesí desencadenado y el alto grado de ingesta de vino que adornaba a la mayoría del personal, motivaban continuos tumultos y conatos de peleas que hacían que fuera tremendamente fácil hacerse con la cartera – en este caso, bolsa – ajena.

Si el pobre incauto – también llamado espectador – decidía aventurarse hacia el Circo y conseguía eludir a prostitutas y rateros varios, ya solo debía ocupar su localidad y disponerse a enloquecer ante un espectáculo en el que todo estaba diseñado para atraer su atención y suscitar su arrebato: el hormigueo del publico, la grandeza del decorado, la belleza de las matronas romanas especialmente emperifolladas y el entusiasmo de niños y ancianos concentrados en los 569 metros – dos rectas de 214 y las consecuentes curvas – que tenía cada vuelta.

La carrera, como ya he dicho, constaba de siete vueltas que puede parecer un número escaso pero que, os aseguro, bastaba para que gran parte de los participantes si no la mayoría, se quedaran por el camino con el cuerpo lleno de magulladuras y más cardenales que un concilio vaticano... El plato fuerte del día, la Carrera de Aúrigas, iba precedida por desfiles de músicos y artistas, exhibiciones de animales exóticos y números de habilidad en los que avezados jinetes desafiaban a la suerte saltando entre cabalgaduras al galope, simulando cargas de caballería o simplemente, intentando coger objetos o pañuelos del cuerpo de voluntarios... que no dejaban de mirar de reojo a las cabalgaduras...

...Pero por lo que se pagaba la entrada era por la carrera; en ella, bigas, trigas, cuádrigas o incluso decumiuges (una extraña perpervisión de un tiro pero compuesto por diez caballos y, por ello, prácticamente ingobernable) luchaban por imponerse en un escenario irrespirable a causa de la multitud, el polvo, la presión... y la posibilidad de una caida que en la mayoría de los casos... era fatal. Cada valiente pertenecía a una cuadra concreta, que se identificaban con un color representativo y por la que los espectadores tomaban partido inmediatamente, ondeando pañuelos y chales del correspondiente color y coreando, a gritos, tanto el nombre del conductor como el de la cabalgadura.

Porque unos y otros llegaban a ser considerados poco menos que Dios reencarnados: la gente pagaba por ver a Víctor, un hermoso alazán que triunfó en 429 carreras y apenas se hizo un rasguño en ninguna de ellas... o Escorpus, un belleza para que se retiró tras más de mil carreras invicto. Naturalmente, las jóvenes romanas se fijaban más en los aúrigas quienes, como modernos Ronaldos, copaban los temas de conversación de los carrillos y las tabernas y quienes, conscientes de ello, se dejaban ver paseando con la bolsa llena, esperando a que alguna hermosa joven decidiera fugarse con él... aunque solo fuera por un noche.

De ellos es imposible destacar a nadie; son tantos y de tantas épocas que incluso tumbas y mausoleos suyos nos han llegado, prácticamente intactos. Pero fue curioso el caso de Diocles... Veréis... Diocles era un bien parecido muchacho que, entre bigas y cuádrigas, ganó casi mil quinientas carreras. Joven y bien parecido, amasó una fortuna de 35 millones de sextercios de la época - una auténtica barbaridad - y eso, además de tener que poner un "espere su turno" electrónico a la puerta de su alcoba... Incluso, como un moderno Figo, se pasó varias veces al enemigo, corriendo para las más importantes cuadras, todas ellas enemigos irreconciliables. Un día, tras 24 años de éxitos, dejó de correr y se retiró al campo. Sus fans, desconsolados, le erigieron una gigantesca lápida en el circo, que detalla, carrera a carrera, todos sus logros... y que tras su muerte seguía recibiendo flores casi todas las semanas...

Fue, seguramente, el primer "galáctico" de la historia.

Si se entera Florentino...

3 comentarios:

Daalla dijo...

Una entrada muy amena, que me recuerda a la X novela de Marco Didio Falco "A los leones" (que supongo que, a estas alturas, ya conocerás). Pues nada, aquí estoy de nuevo apostando por el auriga de los rojos aunque tú lo hagas por el de los azules, pero siempre en buena lid.
Un saludo.

padawan dijo...

Este finde he estado paseando por la zona del Circo Máximo, y es una pena que ya no quede nada de ello, salvo la gigantesca explanada. De todas formas, sigue dando la sensación de ser un lugar impresionante

AugustaEmerita dijo...

Buenas.
Muy interesante el post. Estoy de acuerdo contigo. El habitante romano esperaba ansioso las célebres carreras de carros. Es más, hay estadísticas que lo corroboran. Se calcula que 1 de cada 5 personas iba a ver una obra de teatro. 1 de cada 3 personas contemplaba un combate en el anfiteatro. Y, finalmente 1 de cada 2 personas admiraba las carreras de cuadrias.
Saludos.
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www.meridaromana.com