sábado, 30 de diciembre de 2006

Vuelta a la normalidad

Lo que ha ocurrido esta mañana es difícil de entender, muy difícil; sin embargo, era bastante fácil de prever y aún más de explicar. Dejando aparte la catadura moral de unos y otros, la enorme distancia que separa a unos de estos gudaris de la concepción de un ser humano en sentido estricto y alguna otra cosa que prefiero callarme, lo cierto es que se ha demostrado que en este llamado “proceso de paz” – increíble estupidez por cierto, ya que este país no esta en guerra con nadie… - unos van por delante de otros, marcan los ritmos y manejan la situación a su antojo. Y otros les dejan.

No se que me incomoda más, sí tener que compartir mi ecosistema con semejantes alimañas o que los políticos que me representan no hagan más que mostrarse manifiestamente incompetentes para otra cosa que no sea hacer una campaña electoral durante dos semanas cada cuatro años. Espero que hoy den explicaciones los que tienen que darlas; todos deberían hacerlo aunque a unos les corre más prisa que a otros...

aunque me temo que no me van a saber a nada...

y no debemos olvidar que la culpa de que una bomba estalle la tiene el que la pone.

Estoy bastante harto.

lunes, 25 de diciembre de 2006

Septimio Severo (193/197 - 211 d.C.)

Nuestro protagonista...

El 31 de diciembre del 192 d.C. moría Cómodo, aquel funesto emperador romano que tan poco se parecía a su padre. Los senadores, henchidos de orgullo, actuaron como si ellos hubieran sido los auténticos responsables de la muerte del tirano y eligieron como sucesor a un colega suyo llamado Pertinax. Éste, que se “olía” el percal que se le venía encima, aceptó a regañadientes y se apresuró a enmedar la parcela del gobierno que más había sufrido a causa de las Guerras Marcomanas y de la nula disposición de Cómodo para nada que no fuera matar un tigre antes del desayuno… la economía. Lamentablemente, para poner en orden las finanzas tuvo que recortar gastos, y para recortar gastos tuvo que despedir a muchos aprovechados, entre ellos los pretorianos. Éstos no acabaron de entender muy bien la bondad de aquella medida, se cabrearon tontamente y se aseguraron de que a Pertinax le encontraran muerto una buena mañana para, acto seguido, anunciar, en una medida de gran calado político, que el trono de Roma se encontraba a disposición de la oferta más alta.

En estas, un millonario banquero llamado Didio Juliano, que estaba tranquilamente en su casa jugando a la Playstation, se enteró de aquella convocatoria y se apresuró a descartarla ya que vivía bien, tranquilo y sin apenas preocupaciones pero ¡Ay!... su mujer también se enteró y, decidida a abandonar de una vez por todas el anonimato social, poco menos que obligó a su marido a convertirla en primera dama, costara lo que costara. Costó exactamente 3 millones de sextercios por barba… por barba de pretoriano, se entiende y Didio asumió la púrpura, aún cuando no sabía exactamente que hacer una vez en el cargo.

El Senado, al que apenas le quedaba ya una pizca de hombría, debió de parecerle excesivo todo aquello o quizás consideró ultrajante que a ellos, de entre tantos millones, no les hubiera caído ni la pedrea... pero lo cierto es que se enviaron secretamente requerimientos de ayuda a los generales destacados en las provincias y uno de ellos, Septimio Severo, vino, vio y, prometiendo el doble de lo que hubiera ofrecido Didio, venció. El banquero fue encontrado en las letrinas imperiales, llorando, y fue decapitado en el acto y en cuanto a su mujer, lógicamente quedo viuda, pero conservó la vida y una generosa pensión como ex emperatriz, lo que la convirtió en la reina del "tomate" de la Roma de la época… cría cuervos…

Con Septimio, subía por primera vez al trono de Roma un africano. Roma no lo había elegido; es más, tomó abiertamente partido por otro general, Albino, pero tan pronto como el nuevo rey del mundo llamó a las puertas de la ciudad, y a pesar de que buena parte de la población de la urbe se apresuraba a abandonar sus casas temiendo la violenta reacción del nuevo soberano, los peores temores se revelaron infundados. Septimio, a pesar de su mano de hierro y su firmeza de pensamiento y obra – y ciertamente hacía falta alguien así para enderezar el rumbo... – mostró un cierto sentido común y una buena dosis de mano izquierda, lo que sin duda ayudó a que los habitantes de la ciudad no tuvieran que volver a baldear cubos de sangre. Septimio procedía de una familia acomodada, hablaba latín y había estudiado Derecho en Roma. Es cierto que no tenía la magnificencia de un Trajano, las cualidades morales de un Marco Aurelio o la complejidad de un Adriano, pero atesoraba algunas buenas virtudes que, unidas a una exacta percepción de la realidad, le permitieron identificar los males del enfermo y lanzarse a degüello contra ellos. Roma se lo agradeció mostrándole un masivo apoyo, por más que aquello fuese una dictadura en toda regla.

¡Cómo estarían de hartos!...

Septimio gobernó diecisiete años, la mayoría de ellos metido en la trinchera. Como andaba justo de soldados, introdujo algunas medidas para hacer mas llevadera la vida militar y, sin saberlo, creó un peligroso precentede: el servicio militar obligatorio para todos, excepto para los itálicos, a los que les estaba vedado. Era el reconocimiento facto de la decadencia guerrera de la península itálica y la asunción de que ésta ya no tenía remedio. A partir de entonces, Roma quedó, en su mayoría, en manos de tropas extranjeras. Bien es cierto que Septimio se lo curró, que los mandos siguieron siendo itálicos y que se ocupó de mantener a las tropas ocupadas en guerras que aseguraron provincias y fronteras… pero la brecha entre la sociedad civil y militar, que ya andaba ahondandose en las últimas decadas, se hizo insalvable. En una de estas acciones, contra los recalcitrantes caledonios, Septimio encontró la muerte en el 211 d.C.

A Septimio, que se le había “llenado la boca” criticando la elección de Cómodo por su padre Marco Aurelio, se le olvidaron de pronto las buenas intenciones y, a falta de uno, designó sucesores a sus dos hijos, Caracala y Geta, dos auténticas “fieras” para el descanso. A uno de sus lugartenientes, que le fue a visitar al que sería su lecho de muerte le confesó… He sido todo lo que he querido y, la verdad, no ha merecido la pena y a sus herederos les recomendó: Llenad los bolsillos de los soldados y reíros de todo lo demás.

La recomendación se reveló innecesaria muy pronto; Caracala y Geta se burlaron tanto de todo, que, incluyendo también a su propio padre, ordenaron a su médico “rematarle”.

Un abrazo.

lunes, 11 de diciembre de 2006

Lepanto, 7 de Octubre de 1571

"Lepanto" de Veronese

El 7 de octubre de 1571, la flota aliada de la Liga Santa destruía a una fuerte Armada otomana cerca de Naupactus, en Grecia. A los contemporáneos les falto poco para celebrar la victoria del cristianismo unido como si de la final de un Campeonato del Mundo se tratara, afirmar el declive de las hordas infieles y proclamar el definitivo auge de occidente como potencia única y dominante del mediterráneo peeeeeeero lo cierto es que servir, lo que se dice servir…. Lepanto sirvió para bastante poco.

En la segunda mitad del siglo XVI, el Imperio Otomano era una gran potencia que controlaba los Balcanes, Oriente Medio, el Mar Negro, la mayoría del mediterráneo oriental y no llegaba hasta Fuenlabrada de puro milagro. La “cabeza de turco” pensante por aquel entonces era un tal Sokullu Mehmet Pasha, gran visir y persona extramadamente lúcida para cualquier tipo de asunto, en especial para los económicos. El ideario político de este hombre se fundamentaba en contrarestar el imperialismo comercial portugues en el Mar Rojo y el océano Índico, y acabar de una vez por todas con el dominio veneciano de la Isla de Chipre, auténtico bastión cristiano en el mediterraneo oriental y refugio de los corsarios cristianos que subsistían a base de castigar las rutas comerciales otomanas entre Estambul y los florecientes puertos Egipcios.

En 1570, los otomanos movilizaron un mínimo de 60.000 hombres y 380 embarcaciones para acabar definitivamente con el dominio “occidental” de la isla y a pesar de sus tremendas fortificaciones, Nicosia, su capital, caía el 9 de septiembre. La ferocidad del saqueo a que fue sometida convenció al resto de fortalezas venecianas en la isla de que aguantar “pa´ná” es tonteria y poco a poco fueron rindiéndose, más o menos honrosamente, hasta llegar a la guarnición portuaria de Famagusta. Después de los trámites administrativos normales después de un asedio – ofrecimiento de generosas condiciones de rendición que inmediatamente caen en saco roto, robos y violaciones a tutiplén y posterior decapitación de las oficiales venecianos en medio del alborozo general – los asaltantes se entretuvieron en despellejar vivo al gobernador Bragadino, llenenar su cuerpo con paja y pasearlo por toda la Anatolia como quien pasea una colección iterante de impresionistas.

En estas que Felipe II, como casi no tenía nada que hacer entre los cientos de problemas diarios que le procuraba su extraordinario imperio, decidió que ya estaba bien de aguantar desplantes del infiel y se juntó, de mejor o peor gana, con todo aquel que tenía alguna cuenta pendiente con los antecesores de los modernos turcos. De inmediato respondieron el Papadoque por aquel entonces se apuntaba a un bombardeoGénova, Venecia, Toscaza, Saboya, Urbino, Parma y los Caballeros de Malta. El avezado lector habrá notado, sin duda, que falta la segunda nación más importante - la primera según ellos... - de la cristiandad: Francia. El caso es que, como en la actualidad, los "fransuás" unicamente se movían si podían hacer la puñeta a su vecino español y no sólo no arrimaron ni un chavo sino que concertaron diversos tratados con el turco por si podían sacar tajada de todo aquello...

El objetivo de la Liga era librar una guerra perpetua contra los musulmanes y los otomanos en el norte de África y en todo el mediterráneo, además de recuperar Tierra Santa y Chipre pero las frágiles relaciones diplomáticas entre los países signatarios del acuerdo, además del no muy proporcional reparto de cargas de la expedición – como siempre, palmábamos pasta nosotros – hicieron que lo que debía de ser permanente se tornara temporal y que de no ser por las barbaridades que los supervivientes contaban acerca del saqueo de Famagusta y la no muy digna exhibición de los restos de Bragadino, la alianza estuviera condenada al fracaso. La flota, comandada por Don Juan de Austria salió de Messina a principios de septiembre y llegó a Corfú el 26 de ese mismo mes. En este punto las divergencias entre los cristianos eran ya, en cierto modo, insalvables: las peleas entre tripulantes de diversas nacionalidades estaban al orden día, el liderazgo de Don Juan era continuamente cuestionado por Doria y se cuenta que incluso los Almirantes llegaron en algún momento a las manos. Afortunadamente, en el banco otomano también pintaban bastos; El comandante en jefe y el Gobernador de Argel clamaban por adoptar una posición defensiva en el Golfo de Lepanto y obligar a los cristianos a luchar en tierra donde ellos – creían – tendrían superioridad. Además, las naves otomanas estaban peor mantenidas y calafateadas y se temía el papel que podían jugar los galeotes cristianos en los eventuales abordajes. Finalmente, se impuso la opinión del Almirante de la flota, un tal Alí Pasha, excepcional militar pero marinero solo a tiempo parcial. Lo pagarían bien caro...

Las flotas enemigas se encontraron el 7 de octubre en el golfo de Patras. Intentar hacer una aproximación de las naves y hombres enfrentados supone, más que nunca, un ejercicio de clarividencia debido a la poca información que tenemos y al alto número de deserciones que debió de producirse en ambos bandos pero, en terminos generales, las armadas debían estar igualadas con una cierta ventaja para los cristianos en piezas de artillería. En enfrentamiento fue naval, solo en cuanto al nombre: una embarcación localizaba a otra, la embestía, se cruzaban el fuego de falconetes, mosquetes y arcabuces y se abordaban al más puro estilo Erroll Flinn. Desde el principio, el ala izquierda cristiana estuvo a punto de caer debido a la mejor maniobrabilidad de las naves turcas en los bajíos y a una herida mortal que recibió su almirante, Agustino Barbarigo, pero la pronta intervención de Don Alvaro de Bazán al mando de las naves de reserva igualó la balanza... Una balanza que la captura de "La Sultana" - la nave insignia otomana - a manos de "La Real" - la galera de Don Juan de Austria - acabó por inclinar al lado cristiano. Sin su referente espiritual, el centro otomano se vino abajo y casi todos los hombres de sus tripulaciones fueron asesinados sin piedad.

Entoncés ¿fue Lepanto una gran victoria? En cierto modo sí. Hasta ese día, Europa entera veía en el Imperio Otomano una amenaza terrorífica e insuperable. Es cierto que nunca se recuperó Chipre y que la Alianza se desintegró bien pronto, en 1573, cuando Venecia firmó un tratado comercial con Estambul y los pocos recursos españoles tuvieron que ser destinados de nuevo a Flandes. Tambien es cierto que en 1574 los otomanos recuperaron Túnez y canearon a la guarnición española de la Goleta. Pero gracias a Lepanto, Estambul tardó décadas en volver a reponer sus tripulaciones, en especial los experimentados arcabuceros y arqueros navales, imposibilitando así ulteriores conquistas y salvaguardando la estratégica isla de Creta.

España sacó bien poco... poco más que el fanal que adornaba "la Sultana", que hoy puede contemplarse en el Museo Naval de Madrid. Si me apuráis, incluso estuvimos a punto de perder a mejor novelista español de siempre, D. Miguel de Cervantes, que servía como infante en la galera "La loba". Menos mal que solo fue un brazo...

Un abrazo.



miércoles, 22 de noviembre de 2006

¡Por favor caballero!

"La muerte de Arturo" de Mulcaster

Si hay algo que no soporto de la buena educación, es que te recuerda permanentemente la edad que tienes. Ayer, sin ir más lejos, enfilaba ya la avenida que debía llevarme a casa tras un corto paseo de diez minutos cuando, de pronto, un balón de fútbol apareció botando frente a mí, gastado y sucio, hasta que se paró a escaso metro y medio de donde yo estaba. Un servidor, deportista confeso desde que empezó a dar sus primero pasos, escrutó el parque cercano buscando a los propietarios de aquella pelota con el sano propósito de meterles el “balón a la olla” al más puro estilo David Beckman. En esto que identifico a un grupo de chavales, cojo carrerilla, me preparo para golpear y escucho… - Señor, señor…. Caballero… ¿nos devuelve la pelota? – Os juró que me dio un bajón del que aún me estoy recuperando; ¡¡¡¿Caballero?!!!! Pero si tengo 33 años, si lo que me pide el cuerpo es quedarme con vosotros hasta las diez de la noche… si lo que yo quiero es ¡ponerme de portero, leche!... total, que el pobre chaval, cuyo único pecado fue tratar de ser educado, se llevó una mirada de mil demonios y tuvo que ir andando a por aquella vieja pelota porque yo preferí irme muy dignamente y bastante cabreado, como cuando uno es pequeño, se hacen dos equipos y ninguno de los dos te quiere… ni de portero.

La orden de Caballería o de Caballeros fue, primordialmente, el grupo militar de los protectores de la fe y la sociedad cristianas. El caballero o “miles”, sería un hombre especial seleccionado por los monarcas y dirigentes, uno entre mil, entre los más preparados física, intelectual y moralmente para afrontar los variados peligros que acarreaba defender el código caballeresco y velar por la seguridad de la ley, la tierra y el Rey. En teoría, un joven podía ser armado caballero por méritos de guerra, de modo que su fulminante ascenso se producía en el mismo campo de batalla, justo al terminar la refriega, pero lo normal es que esta prebenda se manejase en exclusividad por los más elitistas círculos de la sociedad medieval, con lo que en realidad, se trataba de un negocio puramente hereditario… ¿la causa? Armarse caballero era un enorme gasto tanto para el aspirante, que se tenía que hipotecar a 25 años para pagarse una armadura, una buena cabalgadura y los achiperres necesarios para salir bien en la foto, como para el oficiante, un noble más mayor y curtido que debía pasar parte de su feudo a su apadrinado para que, el pobre, no empezara a ejercer con una mano delante y otra detrás. Comprenderéis que, si uno estaba poco dispuesto a hacerlo por alguien de su misma sangre, menos aún por un jovenzuelo al que de poco o nada se conocía.

En fin, si uno conseguía ser lo suficientemente vivo para sobrevivir a una docena de batallas o lo suficientemente paciente para aguantarse las ganas de mandar a su padre a freír espárragos, puede que un día la tan esperada noticia le levantara de la cama. En tal caso, aquella noche la pasaría completamente en vigilia, previo paso por un purificante baño que le procuraría limpieza física y espiritual (muy necesaria en aquellos tiempos en los que el lavarse era considerado una pérdida de tiempo…) Al terminar de velar, sería necesario un segundo baño, quizás porque demasiada gente se saltaba el primero, y una vez limpio y vestido enteramente con una sobrevesta de color blanco, recibía en sus aposentos a un par de caballeros veteranos que le advertían sobre los peligros y amarguras de una vida – en teoría – dedicada enteramente a servir a otros, como los aterradores dragones, los malvados caballeros errantes y lo incómodo que resultaba ir al excusado portando una armadura de 25 kilos…

Si todo esto no le desalentaba, se le dejaba solo para que pudiera encomendarse a Dios y, después de oír misa, se presentaba ante la persona que debía armarle caballero. El oficiante, en tono solemne, se aseguraba de que el aspirante había sido puesto al corriente de lo que se le venía encima y de que conocía el código caballeresco y acercándose a él, le preguntaba por última vez – a lo Mayra Gómez Kemp… - acerca de su voluntad. Si la respuesta era afirmativa, se le ceñía la espada, se le calzaban las espuelas y le invitaba a realizar el triple juramento: no dudar en morir por la ley (la cristiana, se entiende), por su señor (mayormente el Rey, y también el que apadrinaba, de quien pasaba a ser deudo) y por la tierra (juramento que hacía alusión a los pobladores de la tierra – el vulgo – y que los caballeros solían malinterpretar como "sus propias tierras"). Una vez pronunciado el juramento, se le daba un pescozón que unos dicen que simbolizaba las dificultades del nuevo camino que había escogido y otros aseguran que se utilizaba para que no olvidara lo que ha jurado… Yo, personalmente, no le veo excesivo sentido, y más bien creo que en medio de tan solemne ceremonia, un guantazo no obedecía más que a la necesidad de echarse unas risas. Tras esto, solo quedaba “mojarlo” con un gran banquete y incluso con algún torneo, aunque esto último estaba prohibido por la iglesia.

Con el paso del tiempo, la pérdida de valor de la caballería en los enfrentamientos armados a favor de la infantería o la artillería motivó que la figura del caballero fuera perdiendo importancia y popularidad y esto contribuyó a que el ritual se fuera simplificando en gran medida: se abandona el baño y los consejos de los otros caballeros, se reduce la vigilia y se sustituye el juramento y el pescozón por un espaldarazo de carácter más simbólico. A finales del XIII, el número de investiduras cae considerablemente y los únicos que podían estar interesados en “pasar por el aro”, la burguesía de carácter urbano, empezó a utilizar atajos más cómodos para entrar a formar parte del selecto club de los caballeros, como los matrimonios de conveniencia o la compra de títulos nobiliarios; En España, esta práctica llegó a estar tan extendida que a Pero Niño, el famoso protagonista de la “Crónica del Victorial”, no le quedó sino decir “por más que busqué, di con muchos caballeros, pero con pocos nobles de espíritu y aún menos de alma; ni saben lo que es la caballería ni tienen interés en conocerla… Tan sólo quieren ceñir espada por su propio beneficio y no por el de otros”

Normal... entre otras cosas, los caballeros estaban exentos del pago de impuestos.

Un abrazo



domingo, 12 de noviembre de 2006

Aclaración sobre los cuernos :-)

Ante la polémica suscitada por la presencia o no de cuernos en los cascos de los vikingos (... no en las cabezas) y que se ha traducido en un comentario de Jubilado y un mail de LaOtra, procedo a aclarar en la medida de la posible, que no hay vestigios históricos que hagan pensar que los cascos de los vikingos llevaran cuernos, que es prácticamente lo mismo aunque no igual del todo que decir que nunca los llevaron. El caso es que sí se ha encontrado algún ejemplar en la actual Dinamarca, con una especie de soportes o remaches para llevar algo; sin embargo la evidencia arqueológica e historiográfica nunca ha podido constatar que dichos remaches fueran para llevar unos cuernos, por más que los monjes de los monasterios saqueados por los normandos los representaran con ellos, relacionándolos con el demonio, y así hayan pasado a la historia. Curiosamente, el culpable principal de esta especie de "leyenda urbana" fue el compositor Richard Wagner que los representó así una tetralogía operística. El casco vikingo realmente fue así...


... y se caracteriza por ser, en esencia, un capacete típico con un cubrenasal (que luego estaría muy en boga durante los siglos XI y XII de la Edad Media europea) y una protección ocular que en el fondo, es más ornamental que otra cosa. En cuanto a ponoplia y protecciones, muchos de ellos portaban cotas de mallas más bien cortas o al menos protecciones de cuero endurecido, anchos pantalones, una especie de botas cerradas y muchas veces, bandas de cuero alrededor de las pantorrillas, seguramente para protegerse del clima en sus países de origen. Por último, portaban una espada larga de doble filo, apta para tajar y no para usar de punta (... al contrario que el "Gladius romano") y un escudo redondo de madera pero sobre todo destacaban por el manejo del hacha, del que eran auténticos expertos. Lo que se encontraron los monjes britanos esa infausta mañana debió parecerse bastante a esto:



Un abrazo.


jueves, 9 de noviembre de 2006

Con cuernos y a lo loco

"Drakkar" vikingo, Museo de Oslo

Una vez, un profesor mío ciertamente dicharachero nos encontró a algunos de mis compañeros de clase y a mi mismo leyendo una publicación futbolera dirigida principalmente a aficionados del Real Madrid, llamada “Vikingos”. El docente se molestó, es cierto, pero quizás porque estábamos al fondo de aula, en relativo silencio y sin incordiar a nadie, se mostró compasivo con nosotros, decidió no llamar al jefe de pasillo y, simplemente, se contentó con “darnos un consejo que nos valdría para toda la vida…”. Acto seguido, espetó “…no olviden que los verdaderos vikingos eran altos personajes con rubios cabellos y cuernos en la cabeza, pero que aquí, en España, los que llevan cuernos no son rubios, por más que sus hijos si lo sean…”. A un servidor, a mis amigos y a mis once años de entonces, ese consejo nos dejó más o menos igual. Ahora, mucho más tarde y con más malicia en el cuerpo, tampoco es que me destornille recordando aquel chascarrillo pero sí que me sirve para recordar la impresionante agilidad mental y de pensamiento que tenía aquel hombre y que le servía para ejercer de aceite, esto es, para decir siempre la última palabra. Durante el resto del curso le cogió tal gusto a nuestro grupo que siempre nos sacaba al encerado al grito de “Vikingos… ¡a la pizarra!” y debo reconocer que, gracias a aquella pesadez de hombre, leí más en aquel año que cualquier otro, hasta los dieciocho años de edad.

Principalmente, los verdaderos hijos de Odín procedían de Noruega, Suecia y Dinamarca y, por su origen escandinavo, se les dio a estos pueblos el nombre de Normandos, literalmente, “los hombres del norte”. Por el contrario, la palabra vikingo se reservaba para los más belicosos de aquellos, los que se dedicaban a recorrer las costas europeas saqueando y violando a discreción. Hoy, por mor de las circunstancias y de la pasión humana por reducir las cosas al absurdo, Vikingo, ha acabado por utilizarse en un sentido mucho más amplio de manera que se aplica tanto a los hombres como a la cultura escandinava entre los siglos VII y X; las consecuencias son las ya sabidas: La soberbia imagen del noruego de turno, ataviado con su peculiar casco y preparado para desembarcar en tierras lejanas y robar tres o cuatro doncellas del tirón, ha oscurecido los enormes logros de una civilización que se merece un puesto en la historia por algo más que haber conseguido lucir con gallardía algo tan poco “ponible” como unos cuernos…

Para empezar, los vikingos eran expertos marinos que atravesaban velozmente el mar en sus "Drakkars" o naves Dragón, llamadas así porque sus proas y sus popas iban adornadas con tallas que representaban este mítico animal. Semejante grado de excelencia marinera la dio, naturalmente, la necesidad de salir al mar casi desde el principio de su existencia, ya que sus países de origen, fríos e inhóspitos, hacían que cultivar algo que más tarde pudiera resultar medio comestible era como ponerse a cuadrar un círculo. Esto, únido a una población muy jóven y extraordinariamente fértil (cosa no de extrañar para el que ha visto la noruega media…) les empujó sin solución de contundidad hacia el saqueo, el robo y la expoliación de otras tierras más agradecidas, más pacíficas y más ricas. Y hay que reconocer que se les daba de miedo; El saqueo al monasterio inglés de Lindisfarme, el 8 de junio del 793 d.C, marcó la violenta irrupción de los vikingos en el mundo cristiano de occidente y décadas más tarde, ciudades tan alejadas de sus bases como Sevilla, Arlés, Pisa o Constantinopla fueron concienzudamente expoliadas en expediciones que no necesitaron demorarse durante más de dos o tres semanas. A partir de entonces las crónicas escritas por los aterrorizados monjes de aquel y de otros monasterios, les adjudicó una imagen de sanguinarios asesinos que perduraría durante siglos. Esa historia, escrita evidentemente por gentes nada afectas a aquellos hombres del norte, nos presenta seguro su peor aspecto. Recientes excavaciones efectuadas en Escandinava y, sobre todo, en Inglaterra, nos ofrecen una visión de este pueblo mucho más matizada, y de aquellos hombres que, al menos, nunca intentaron imponer su cultura a los demás.

Pero bueno, el caso es que el mundo occidental estaba hasta el gorro de aquellos gigantes rubios y de su costumbre de arreglar las cosas a espadazo limpio, así que los más listos de los europeos, los franceses, decidieron que ya que no podían vencer a los vikingos en buena lid, se ocuparían de darles algo con lo que estar ocupados y dejaran por fín de conseguir las cosas con el sudor de la frente ajena y no de la suya propia. A cambio del cese de sus incursiones y de su conversión al cristianismo, en el 911 d.C, el Rey de Francia nombró Duque de Normadía a un antiguo jefe Vikingo, Rolf Torseen. Este nuevo y molón cargo consiguió inmediatamente dos cosas, una de ellas acaso no deseada: por un lado civilizó “a la europea” a aquellos especialistas en pedir prestado y no devolverlo pero, por otro lado, abrió la puerta a la definitiva y más duradera conquista nórdica: la demográfica. En pocas décadas surgirían más Duques, Condes y Barones que marcarían el devenir de los acontecimientos políticos en el viejo continente… y todos ellos de sangre normanda. Con el tiempo, los suecos – llamados varegos – conquistarían gran parte del territorio eslavo, los daneses ocuparían Irlanda e Inglaterra y los noruegos colonizarían Groenlandia e Islandia, además de llegar al continente americano un porrón de años antes que nuestro marino genovés.

Pero con el pasar de los años, el paso de atrevidos marinos a ociosos terratenientes no les sentó nada bien y lo que no habían conseguido ni la espada ni los tratados lo consiguió la palabra, la palabra de Dios quiero decir... Sólo con la expansión del cristianismo, los antiguos valores normandos comenzaron a declinar definitivamente, debilitándose poco a poco hasta desaparecer, como muchos años antes sucedió con los druidas celtas. Aquellos hermosos hombres y mujeres que habían aterrorizado a Europa, remontado ríos y atravesando inmensos mares acabaron por morir de éxito; Las culturas que habían conquistado los absorbieron y así los conquistadores de Inglaterra se volvieron ingleses, los normandos acabaron siendo franceses y los varegos, al final, se conviertieron en los primeros rusos de la historia. Al menos, en cierto sentido, siguen estando entre nosotros.

Curiosamente, entre los europeos de entonces los vikingos tenían fama, sobre todo, de desconfiados. En una ocasión, el más famoso de ellos, Eric el Rojo, estaba de expedición en Islandia y extrañado ante la ausencia de ejércitos enemigos o de población autóctona, decidió seguir explorando y explorando por más que sus hombres no desearan más que establecerse de una vez. Por fín, Eric vio a un pescador y le preguntó por la presencia de guerreros en las inmediaciones. El solitario pescador, extrañado, contestó que por aquella zona no había hombres de guerra y Eric miró a su lugarteniente, sonrió y le dijo "... uno nunca sabe hasta que le responden"

Normal que los cuernos creen desconfianza...

martes, 31 de octubre de 2006

Como las cabras...


En cierta ocasión le preguntaron al escritor y filósofo Elías Canetti qué era, a su juicio, aquello que el hombre era incapaz de soportar... Elías respondió sin dudar... “Aquello que no es capaz de conocer”. Y tiene razón... Desde que el primer simio bajo del árbol, se irguió sobre sus patas traseras y tuvo la primera lumbalgia, los humanos nos hemos concentrado en conocer, en descubrir, en indagar... Naturalmente, ni nuestro afán de superación ni nuestra soberbia, nos permiten aceptar que tenemos límites, así que, en un primer momento, inventamos un curioso colorario por el que, si algo no lo entiendo, es porque no lo veo, y si no lo veo, es porque no pertenece a este mundo... ¿Qué a cual entonces? Pues la verdad, tampoco lo sabemos; en un primer momento, inventamos el mundo llamado de las fuerzas sobrenaturales, ya sabéis: los bosques, el trueno, las aguas, el fuego, hacienda... En realidad, no quedaba otra: los hombres vivíamos a salto de mata, dormíamos en nidos situados en las copas de los árboles y más tarde en húmedas y lúgubres cuevas y no conocíamos más que los disgustos que nos daba la madre naturaleza cuando se ponía caprichosa. La situación cambió cuando nosotros mismos nos percatamos de que, en comparación con los demás animales, éramos muchos más listos, más altos y más guapos y que podíamos someterlos a ellos y, si nos lo proponíamos, incluso a otros hombres, ocupación que desde entonces nos viene reportando infinito placer.

En ese preciso momento, el hombre decidió, henchido de orgullo, que lo sobrenatural no podía ser tan distinto y que, casi con total seguridad, aquello que sin duda dominaba el universo debía de tener apariencia humana. A esa invención, la llamó “Dios” y, aunque en principio nos hizo una tremenda ilusión, según empezamos a explicarnos el mundo que nos rodeaba, la fuimos dejando de lado. Los hombres inventábamos ruedas, estribos, imprentas, armas de fuego, bombillas, teléfonos y además...¡lo hacíamos nosotros solos! Ya no nos preguntábamos si estaba bien o no hacer tal o cual cosa: solo nos preguntábamos si éramos o no capaces de hacerlo. El que el hombre acabara poseyendo todos los secretos imaginables no era ya una cuestión de capacidad, sino de tiempo... “Dios” era cada vez menos necesario...

¿o no es así? Semejante capacidad de hacer y deshacer, de reinventarnos continuamente a nosotros mismos, se nos ha hecho difícilmente soportable. Es probable que nunca en la historia de la humanidad, hayamos sido más conscientes de nuestro poder pero también posiblemente nunca nos hemos sentido tan solos, tan desamparados... Esta soledad tan mal llevada nos ha castigado tanto que el hombre ha realizado dos últimos y postreros esfuerzos para sentirse más acompañado y más querido... Uno lo ha llamado Internet y el otro, consiste, básicamente, en auto - convencerse de que “Dios” está en todas partes...

Y en todas partes no sé, pero por Peñalara, seguro que se pasa de ven en cuando. Peñalara es una zona de la Sierra de Madrid que acumula una enorme cantidad de cortados, desfiladeros y roquedales, y estos son de tal belleza y porte, que resulta un misterio el que solo se maten dos o tres personas de cuando en cuando. Hace un par de días tuve la oportunidad de pasar allí la mañana y amén de desollarme manos y pies, tengo la certeza de que al menos en tres ocasiones, estuve cerca de matarme. Dos de ellas tuvieron como escenario uno de los tramos más complicados, el conocido como “Pico de los Claveles” y no me molestó tanto la posibilidad de dejar de estar empadronado en el mundo de los vivos, como la algarabía con que mi compañero de ¿paseo? se tomaba tanto sufrimiento. Aparte de andar por aquellas cortantes piedras con la facilidad de un rebeco, mi amigo se giraba a cada paso, al parecer muy divertido con mi estilo de escalada, no tan elegante como el suyo y más parecido al de otro ilustre ungulado... el hipopótamo. Y no con hipopótamos pero sí con elefantes un hombre consiguió, hace muchos siglos, hacer algo parecido a lo que intentábamos hacer mi amiguete y yo... llegar al otro lado de una montaña.
En aquellos días se libraba en el mediterráneo una guerra no declarada entre la potencia que no quiere dejar de serlo, Cartago y el nuevo rico que te mira con cara de que en muy poco tiempo se va a quedar con todo lo que ahora es tuyo, la República romana. Los sufetes o senadores cartagineses eran, mayormente, partidarios de contemporizar con el nuevo y peligroso enemigo, y forzar determinados acuerdos económicos y militares que le permitieran esperar tiempos mejores. Aquella estrategia de esperar acontecimientos chocaba frontalmente con las intenciones de los Bárcidas, una familia perteneciente a la aristocracia militar que tenía grandes intereses económicos en Hispania y, en especial, de Aníbal, el pequeño de la familia, un inteligente y brillante joven que había sido educado por sus padres en el marco de la "tolerancia" y el "respeto" de lo ajeno, gracias sobre todo a modernas técnicas como hacerle jurar, con poco menos de cinco años, odio eterno a todo lo romano.

Con semejante bagaje emocional no debe sorprendernos que Aníbal dedicara las veinticuatro horas del día a pensar la forma de fastidiar a aquellos engreídos hijos de la loba que cada ver eran más prepotentes… y más poderosos. En primer lugar, se decidió por asegurar su retaguardia, y penetró en Hispania con un palo en una mano y una zanahoria en la otra. Con el palo, se dedicó a “calentar” a todas esas tribus que no habían acabado de someterse del todo, y con la zanahoria, consiguió que aquellas más predispuestas a colaborar consintieran en entregarles más soldados con los que reforzar su no demasiado poderoso ejército. Después de tomar la levantina ciudad de Sagunto, continuó ascendiendo por la costa y recogiendo apoyos entre los abuelos de los actuales catalanes. Por fin, después de comprar unos botes de colonia en Andorra, se aprestó a cruzar la frontera, al mando de unas fuerzas que deberían rondar los 75.000 hombres.

Tras salir del valle del Tet, Aníbal se desvió hacia el este acampando junto a la población de Iliberis. Los galos, advertidos ya del avance del ejercito púnico que había sometido a sus vecinos del otro lado de los Pirineos, unieron sus fuerzas con la intención de devolver a los invasores al otro lado de los pirineos pero los cartagineses, que no deseaban perder tiempo o tropas en enfrentamientos que no fuese imprescindible llevar a cabo, se echaron mano de la cartera y repartieron monedas de oro a discreción, consiguiendo que el avance por territorio galo fuese rápido y sin contratiempos.

Tras llegar al Ródano, Aníbal puso todo su empeño en hacerse con cualquier tipo de embarcación posible y a tal efecto compró a los lugareños todas las barcas de que estos disponían. Cuando los cartagineses se disponían a subir a ellas, un tropel de galos se fue agrupando al otro lado del río y en pocos minutos ya era todo un ejército el que esperaba al otro lado de la caudalosa corriente. Sin pérdida de tiempo, el cartaginés envió a un fuerte contingente de caballería al frente del cual puso a Hannón con la orden de cruzar el río aguas arriba y atacar a los celtas para facilitar así el cruce del río al resto del ejército. Hannón cumplió con las ordenes con gran celeridad y, ayudado por guías locales, zurró a los galos con tal saña, que el resto de las fuerzas cartaginesas cruzaron el río sin problemas.

A partir de aquí, entramos sin dilación posible en el terreno de la conjetura. Sabemos que Aníbal cruzó los Alpes, más que nada, porque tenemos constancia de su presencia a un lado y a otro de la famosa cordillera y también sabemos que llevaba con él 36 o 37 elefantes, ya que los utilizaría semanas más tarde en los dos primeros enfrentamientos armados con las legiones romanas, la escaramuza del Tesino y la batalla del río Trebia. En cambio, desconocemos por completo cual fue la ruta que siguió hasta las fértiles tierras del norte de Italia y también ignoramos buena parte de los acontecimientos que provocaron que solo llegase con 27.000 hombres, menos de la mitad de los que tenía cuando emprendió el camino. Solo nos consta que, una vez en lo alto del último puerto, se asomo al mirador que formaba un pequeño despeñadero y con algunos de sus hombres contempló a lo lejos el espectacular valle del Po y les dijo... "Señores, delante de ustedes pueden ver a su destino". Era el año 218 a.C.

De todas formas, todos estos datos no nos resultan imprescindibles para atisbar la importancia que tuvo su gesta. En cualquier enfrentamiento enquistado en el tiempo, y aquel lo era, es imprescindible trasmitir al contrincante una férrea voluntad de vencer; Aníbal lo entendió así y, con su decisión de trasladar la guerra a Italia, dejó claro desde el principio que la finalidad de aquella campaña no era ganar tiempo ni firmar nuevos tratados, sino que el objetivo era aniquilar a la misma civilización romana… el problema es que los romanos también se percataron de ello.

Curiosamente, Aníbal estuvo a punto de matarse en el descenso, cuando una ladera se desprendió al paso de unos jinetes y una docena de hombres se precipitó al vacío a ambos lados del general. Afortunadamente tuvo suerte y consiguió asirse a las riendas de un caballo o a los aparejos de un carro.

Dios está en todas partes.

miércoles, 25 de octubre de 2006

¿Un trabajo para toda la vida?

Lienzo de la primitiva muralla del Castra Praetoria... aún en pie

Cuando era pequeño, mi abuela no dejaba de recomendarme diariamente, quisiera yo o no, que de mayor me hiciese farmacéutico. En un principio un servidor, que solo contemplaba seriamente la posibilidad de acabar convertido en piloto, gangster o incluso jefe indio – de acuerdo, lo reconozco: me iban un poco los perdedores… - achacaba semejante empeño a la visión de Don Leandro, el boticario del pueblo, pulcro y altivo caballero, siempre “de la mano” del cura y del sargento de la Guardia Civil. Para cualquiera que observara la escena desde mi perspectiva, esto es, la de un renacuajo de nueve años, no dejaban de ser impresionantes los eternos paseos de semejante cuadrilla plaza arriba, plaza abajo, repartiendo cumplidos y zalemas a diestro y siniestro, saludando efusivamente a todo quisque y preguntando a ancianas viudas que “cómo estaban aquella mañana”, aún a sabiendas de que la respuesta iba ser invariablemente la misma. Cuando mi abuela y yo salíamos a por pan o a la lechería y los divisábamos a lo lejos, la madre de mi madre aminoraba o aumentaba la velocidad lo justo para hacerse la encontradiza, de modo que la necesidad de cruzar palabra fuera inevitable y aprovechaba para presentar a su “nieto más guapo...” a aquella suerte de “nuevos mosqueteros” y cruzar unas palabras con ellos sobre cualquier banalidad. Mientras mi abuela enumeraba el catálogo de dolencias, el boticario ponía cara de que efectivamente le interesaba y el cura acababa de dar variadas bendiciones, el benemérito y yo nos mirábamos fijamente, en silencio… fundidos en ese tipo de incómodo mutismo imposible de mantener mucho tiempo sin llegar a las manos.

Me explico: de la expresión del militar se adivinaba que a mí, no me encontraba guapo en absoluto; es más, juraría que tenía serias dudas sobre la bondad de mi comportamiento y que, si me abuela no hubiera estado presente, me habría llevado al cuartelillo arrastrándome de las orejas, como seguro autor de alguno de los desmanes que se producían de cuando en cuando en el pueblo. Yo, mientras tanto, le sostenía socarronamente la mirada mientras comía compulsivamente caramelos y chuces, desafiándole, seguro de que jamás podría relacionarme con ninguno de aquellos atropellos y protegido por mi angelical expresión de no haber roto nunca un plato. Pero ¡ay! siempre acababan apareciendo los miedos propios de mis escasos nueve años de modo que, en cuanto que el Sargento arqueaba aún más las cejas y contraía el bigote hasta dejarlo tieso, toda mi valentía se desmoronaba como por encanto, las piernas me temblaban y comenzaba a pellizcar las piernas de mi abuela como si me fuese la vida en ello, hasta que conseguía dar por concluido aquel incómodo encuentro. Así, mientras me ponía paulatinamente a salvo, mi abuela tiraba de mí, un poco contrariada por tener que poner fin a la conversación antes de lo deseado, mientras no dejaba de repetirme… “Atiende… tú, de mayor, farmacéutico”

Hoy, más de dos décadas más tarde, uno no ha optado por las pastillas ni en lo profesional, de lunes a viernes, ni tampoco en lo personal, los sábados por la noche. He de decir que mi abuela me confesó, cuando me creyó más mayor y menos maleable, que su insistencia venía dada por lo mucho que cobraban y lo poco que trabajaban los boticarios. Ni que decir tiene que semejante observación haría pero que muy poca gracia al 95% de los licenciados en farmacia y que, si hubiese querido seguir el consejo de aquella santa, me habría hecho senador. Los romanos, a los que resultaba muy difícil optar a esto último por razones de abolengo y cuna, también querían un buen trabajo para toda la vida pero y algunos de ellos acabaron formando parte de la Guardia Pretoriana.

En esencia, se conoce como Guardia Pretoriana a uno de los muchos cuerpos que durante buena parte del Imperio, se encargaron de la seguridad de los Emperadores, de sus familias y de los palacios y residencias imperiales. El término Guardia Pretoriana significa "guardia del Pretorio", y hace referencia a uno de los lugares más importantes en un campamento de legionarios… ¿eh?... no, hombre… el corral de la cabra no…el pretorio era donde se hallaba la tienda del comandante en jefe y de ahí que los que se pasaran el día montando guardia delante de ella se llamaran pretorianos. Años más tarde, cuando los romanos decidieron cambiar cónsules por emperadores, estos últimos no debían de tener la conciencia muy tranquila e impulsaron una variada suerte de guardias personales, a pie y a caballo, de ciudadanos romanos e incluso de extranjeros, para que los acompañaran en sus viajes y garantizaran en cierta medida su seguridad. Cuando Tiberio llegó al trono, desconfiado como era, receló de tanto guardaespaldas con gabardina y reorganizó el asunto dando primacía a la guardia e incluso obsequiándola con su primera imagen de marca: el escorpión, en honor a él mismo y a su signo zodiacal, claro. Años más tarde, en el 23 d.C. les construyó un bonito campamento a las afueras, el Castra Praetoria, en principio con la intención de agrupar todas sus fuerzas en la capital pero con la verdadera función de tener controlado a tanto sujeto ocioso…

En principio, servir como pretoriano era un auténtico chollo: Mientras que sus compañeros de las legiones se pegaban barrigazos en medio de espesos bosques o húmedos lodazales, estos servían menos tiempo, en labores muchísimo más descansadas y cobraban aproximadamente el doble; Además, desocupados como estaban, se percataron pronto de su poder, y cada vez que un nuevo emperador tomaba posesión del cargo, se le presentaban inmediatamente un par de portavoces del cuerpo exigiéndole el primero de los numerosos donativos, más o menos voluntarios, que el nuevo dueño del mundo debía efectuar si lo que quería era levantarse cada mañana con la cabeza encima de los hombros... todo ello con la mejor de las sonrisas, eso sí.

Tuvo que ser Vespasiano, haciendo gala de su dureza y de su tacañería, el que los metiese en cintura de una vez por todas: Suprimió determinadas licencias y dádivas, los obligó a entrenarse como si les fuera la vida en ello, y se encargó de hacer desaparecer a los mandos menos comprometidos con el nuevo orden. De este modo, le entregó a su hijo Domiciano un verdadero cuerpo de élite, casi 10.000 hombres jóvenes y atléticos con lo que “Domi” pudo recuperarse del disgusto que le supuso la pérdida, casi por completo, de la legión XXI Rapax. Al principio, los pretorianos no parecieron gran cosa: En uno de sus primeros enfrentamientos contra los catos, un desmelenado pueblo de origen germánico, salieron bien trasquilados, y pocos días después, otro ejército de origen marcomano les rodeó y dio muerte a su jefe, el Prefecto del Pretorio. Más, como en esta vida casi todo consiste en entrenamiento, los aún sorprendidos pretorianos se pusieron las pilas, trabajaron aún más duro, y en manos de mejores jefes se comportaron como la mejor de las legiones, empezando a ser reclamados allí donde peor estaba la situación. Nada menos que durante cincuenta años estuvieron batiéndose sin solución de continuidad contra lo más granado de los enemigos de Roma, en Mesopotamia, o en África, en Britannia o en las llanuras de Hungría… y, en términos generales, se ganaron el sueldo.

Lamentablemente para la guardia, después de un Trajano, un Adriano o un Marco Aurelio, llegaron un Cómodo, un Caracalla o un Macrino, emperadores considerados “flojos” que, o bien optaron un pacifismo de urgencia que en nada beneficiaba los intereses de Roma o bien se lanzaron a absurdas guerras sin saber muy bien porqué. Los pretorianos, con los estómagos bien llenos y la cabeza de nuevo llena de pájaros, perdieron las buenas costumbres y se acostumbraron a desenvainar la espada con más frecuencia en la ciudad de Roma que en los interminables limes del Imperio... ¿El resultado? 11 emperadores cayeron víctimas de sus intrigas... que se sepa. En el 284 d.C., Diocleciano, harto de semejantes medianías, los trasladó a Nicomedia, cerca de la moderna Estambul, según sus palabras... "para no caer en la tentación de crucificarlos a todos". Por fín, en el 306 d.C. Majencio recurrió a ellos para defender su causa contra Constantino. Éste, mejor estratega, les arrinconó en el Puente de Milvio y los masacró, distribuyendo los pocos supervivientes entre más de treinta ciudades del Imperio y prohibiendo expresamente que se reunieran nunca jamás.

Si hubieran escuchado a sus abuelas...

miércoles, 11 de octubre de 2006

Nicolás Salmerón, Presidente

¿A que tiene cara de inteligente?

En este mundo de hoy en el que todos somos evaluados de continuo, desde que salimos de casa hasta que regresamos a ella, molidos de cansancio, es francamente difícil para cualquiera conservar la imagen de persona honrada y de orden. Quiero decir… no estoy hablando de que nos cueste más o menos desarrollar nuestra propia existencia de acuerdo al código de valores de cada cual… Doy por sentado que, los más de nosotros, intentamos pasar el día, atender nuestras obligaciones y compromisos, ganarnos el pan e irnos a la cama con la conciencia tranquila, seguros de que, para ello, no nos hemos tenido que ir dejando cadáveres en el camino. No… yo voy más allá: Incluso aunque nos esforcemos duramente en no molestar, ni maldecir, ni perjudicar a alguien voluntariamente, ni tampoco ir contra “el quinto”, cualquiera que no sea tan bien nacido como nosotros puede conseguir que aparezcamos ante los demás como todo lo contrario, cargarse de un plumazo nuestra reputación y colgarnos para la posteridad el “san benito” de ladrón, usurero, mezquino o mal profesional… ¿Qué como? Pues simplemente tomando café en la empresa de vez en cuando…

Me explico: Yo, que desayuno fuera de casa, no he visto nunca hablar bien en la cafetería de la empresa, de absolutamente nadie; cuando no se están acordando de las puñeteras obras del centro, es porque están mentando a la madre del alcalde, a santo de las retenciones que se forman todas las mañanas en los accesos de las nacionales. Si tal futbolista va a la selección, se trata de un paniguado; si, por el contrario, el seleccionador no le lleva, está cometiendo con él la más grave de las injusticias. Si la conversación se alarga y el fútbol, los atascos o “Gran Hermano” no dan para más, aparecen cuñados, suegras, hermanos y hermanas como las mejores alternativas para seguir cortando trajes y, sin solución de continuidad, se les pone a caer de un burro sin vergüenza ninguna. Pero… ¡Ay!... cuando nos crecemos, cuando nos coronamos… es cuando sacamos el tema de “los jefes”. Y ¿sabéis que es lo mejor? Que en el momento que uno es jefe, responsable, mando intermedio o similar, le pasa como a la oruga que se transforma en mariposa, pero al revés: pasa a ser un capullo monumental sin vuelta atrás posible, y se convierte en objeto de escarnio, incluso para aquellos que, antes de saber que mandaba algo, ni siquiera tenían conocimiento de su existencia. Vamos a verlo con un ejemplo.

Contertuliano 1: ¿Sabes quien es Berrocal?

Contertuliano 2: No…

C1: ¡Sí, hombre…! Manuel Berrocal, ese alto y delgado, que va siempre corriendo por los pasillos, que se le caen todos los papeles y una vez se llevó por delante a la chica de recepción…

C2: Pues hijo… no caigo.

C1: Bueno, da igual… ¡El caso es que le han hecho jefe!

C2: ¡Menudo gilipolllas tiene que ser!

Os parecerá que exagero pero os aseguro que de estas, he presenciado yo docenas… y en alguna, por que no, habré participado activamente… ¿solución? Ninguna; hagas lo que hagas le caerás mal a alguien, sentimiento que generarás proporcionalmente a la cantidad de responsabilidades que tengas o asumas con lo que, casi mejor, es optar por alguna de estas dos posibilidades: hacer oídos sordos a todo lo que te digan, tirar por la calle de en medio y hacer un ejercicio de autoestima pensando aquello tan socorrido del “y a mí... ¿qué?” o mirar bien los pros y los contras de ser mandamás, darse cuenta de que castiga mucho más de lo que a uno le luce y proceder a dar un portazo entonando mientras tanto aquello, socorrido también, de “Ahí os quedáis”… cosa que, hace siglo y medio, hizo con infinito garbo D. Nicolás Salmerón.

“Nico” ocupó, en 1873, la Presidencia de la I República Española que en el mundo ha sido, pero solo lo hizo durante un mes y medio, y por lo que de él se cuenta, no le debió gustar mucho lo que allí vio. Catedrático de Metafísica y lingüista excelso, Nicolás era hijo de un médico de pueblo y hermano menor de un tal Paco, Salmerón también, que no destacaba demasiado por nada en absoluto. A semejante vacua personalidad no le debió parecer mala idea el intentarse buscar el sustento en la política ya que sus capacidades no le daban para hacerlo honradamente – es broma…. – y él debió de ser el que más tarde le metió el gusanillo en el cuerpo a Nicolás. Éste, que por entonces ya era profesor de Universidad y candidato claro a llevar una vida apacible en la nada apacible España de entonces, se afilió al partido demócrata, junto a Pi y Margall, Figueras y Orense, sufriendo cinco meses de cárcel casi nada más dado de alta… Empezó bien, vamos.

Al proclamarse en 1873 la República, se le nombró Ministro de Gracia, lo que no deja de tener su chufla, teniendo en cuenta que lo que se dice gracia, no tenía ninguna en absoluto. Como persona, era monocorde, soso, poco espectacular en los modos y con un insoportable gusto por las convenciones sociales, la buena fe en las acciones y los formalismos de todo porte. Quizá por eso, por lo de extraño que tenía su personalidad en aquel país de pandereta, a la mayoría de la gente le resultaba un personaje jocosísimo. En su carrera como profesor, fue el hazmerreír de la universidad, por su costumbre de cerrar la puerta de clase segundos después de la hora convenida para su inicio y dejar fuera, de pie, a aquellos que no habían sido lo suficientemente puntuales; en otra ocasión, obligó a todos los estudiantes a buscar una estilográfica que no aparecía o, al menos, a ayudar a identificar al culpable del robo. Como quiera que allí no aparecía ni botín ni ratero, llamó a las fuerzas del orden público, que se presentaron a la carrera… solo para comprobar que había sido movilizados ocho agentes por la desaparición de un mísero “boli”… Otro día manifestó que nadie aprobaría la asignatura de Metafísica ese curso, ya que esta era de carácter anual, y él entendía que ningún alumno podría dominarla ¡con menos de veinte años de estudio!...

Pues bien, idénticos modales lució durante los cuarenta y cinco días escasos que le duró la presidencia, del 18 de julio al 7 de septiembre de 1873. No se puede decir que le tocara en suerte un periodo fácil, teniendo en cuenta que por aquel entonces se generalizaron las sublevaciones cantonalistas, se movilizó en su contra cierto sector de los militares o se declaró una virulenta epidemia de gripe, circunstancias todas contra las que Nicolás se aplicó con infinitas energía e ilusión… Pero, como por más que le echaba horas y se llevaba disgustos no conseguía que casi nadie le tomara en serio y, además, parlamentarios con lo que en su vida había hablado – muchos de su propio partido - le ponían a caldo en todos los periódicos de la capital, nuestro amigo le perdió pronto el apego al cargo y, una mañana, aprovechando que le sometieron a firma unas sentencias de muerte encaminadas a reestablecer la disciplina del ejército, se negó a hacerlo y dimitió. Inmediatamente después, Nicolás Salmerón regresó a su plaza en la Universidad, de la que fue desposeido enseguida por el enésimo golpe militar de nuestro siglo XIX, en esta ocasión, el protagonizado por Martinez Campos en 1874. Algunos años más tarde, ya amnistiado, reemprendió su actividad política y llegó a ser diputado de nuevo en muchas ocasiones pero, como el decía, tan solo para cumplir con la responsabilidad que le exigía la parte más honda de su ser… trabajar para los demás y entregar su sueldo a organizaciones de beneficencia...

Nicolás Salmerón murió en 1908. Hoy en día apenas nadie sabe quién fue, ni que hizo, uno de los políticos españoles más honrados de toda la historia patria. Tan sólo, como reconocimiento, en Castilla la Mancha se conoce como “Salmerón” a la variedad de trigo con el grano más pequeño que se produce en España…

Nicolás medía poco más de 1,50…

sábado, 7 de octubre de 2006

Me gustaria saber...


¿Cúal es el personaje histórico más decisivo en la historia de la Humanidad?
Jesucristo
Para mí, Jesucristo es un personaje histórico más que cualquier otra cosa.
Diferente cuestión es si se ajusta a como se nos presenta en la actualidad.
Coincido con alguien de vosotros en asignar la cualidad de decisivo a Pablo de Tarso.

¿Qué hecho crees que ha contribuido más sustancialmente a que nuestro mundo sea precisamente eso, y no otra cosa?
Juan Pablo II
La encuesta es reciente y la muerte del Papá pesó demasiado en esta pregunta.
En cualquier caso, es curioso que se asigne semejante papel a alguien que solo ha intervenido
en los últimos veinte años de la humanidad. Yo prefiero asignar ese papel a Felipe II e, incluso,
a Cristobal Colón.

¿A quién habría que desterrar de los libros de historia?
Stalin
...Y por muchos cuerpos de ventaja sobre Hitler, cosa también y al menos, sorpresiva,
tendiendo en cuenta el número de libros y películas que hablan de uno y otro. Yo, respetando vuestra opinión de no dejar fuera a nadie, la secundo.

¿Y, por el contario, quién se merece infinito reconocimiento, y aún no lo tiene?
Manuel Azaña
No puedo por menos que sonreirme, no por la oportunidad de la respuesta, sino porque
estoy seguro de que la mayoría de los que votaron Azaña en esta pregunta no conocen bien
su figura... Y esto no es ejercicio de soberbía en absoluto. Posiblemente, es el personaje más complicado del Siglo XX español pero yo no definiría como reconocimiento lo que se le debe.
Yo sugiero a Giner de los Ríos.

Y por último... ¿Sobre quien te apetece conocer siquiera un poco más?
... alguien que no quiso firmar una sentencia de muerte,
... un hombre que tuvo que atravesar montañas a lomos de un elefante,
... o sobre otro que paseó su roja cabellera por dos continentes... sin saberlo

Si no es molestia, claro

jueves, 28 de septiembre de 2006

El santo de la espada

"El Alcaudón" de Musashi

¿Qué sabemos realmente de Japón?... poco… si acaso, que comen pescado crudo, que parecen todos muy educados y agradables y que fabrican cachivaches de alta tecnología como cámaras de video, teléfonos móviles y ordenadores portátiles que, además, para cuando llegan a nuestros centros comerciales ya están completamente obsoletos en su país de procedencia… La globalización aún no lo domina todo… afortunadamente. Un amigo mío, muy amigo, sostiene que los japoneses tienen los ojos rasgados y ese físico tan peculiar para que se los vea en las fiestas y saraos ya que, si no, con esos modales tan calmados y tan finos, nadie repararía en ellos. También son forofos de espectáculos deportivos de todo porte, y eso a pesar de que sus selecciones de cualquier cosa quedan del 16ª puesto para abajo en toda competición en la que se presenten. Eso sí, animan con energía… pero sin mucho orden ni concierto y con frecuencia sin entender lo más mínimo de lo que están viendo. En el pasado mundial de baloncesto, la mitad del pabellón era de unos y la mitad de otros, y aunque gritaban ruidosamente lo hacían sin extremismos, casi asépticamente y con un cierto matiz de obligatoriedad, como aquella España de los años 20 en la que todo el mundo era de Joselito o de Belmonte, aún cuando no le gustaran los toros.

Entonces… ¿Significa eso que los japoneses sean desapasionados? No, más bien todo lo contrario; lo que ocurre es que, a mi modesto entender, no lo son al estilo mediterráneo sino al suyo propio… esto es, en el fondo y no en las formas. En una ocasión leí que para ellos, la persecución de cualquier logro representa dos objetivos: uno, la consecución del mismo, y dos, hacerlo de acuerdo a su manera de entender la vida, a su especial concepción del hombre y de su naturaleza… hacerlo respetando íntegramente el Bushido. “Bushido”, contrariamente a lo que pueda parecer, no hace referencia a una marca de cuchillos inoxidables sino que representa el supremo código ético de comportamiento interno, que configuraba la vida de los varones japoneses desde el siglo XII d.C. y que aglutina distintas sabidurías procedentes del confucionismo, del Zen e incluso del budismo. Sería muy difícil de explicar y seguro que yo no soy el más indicado para hacerlo pero, en esencia, se trata de situarse permanentemente en el momento de la propia muerte y mirar continuamente hacía atrás, tratando de percibir los errores e injusticias cometidos para no volver a repetirlos en una vida futura. Este código, que tan bien vendría a nuestros políticos y a los invitados de “Salsa Rosa”, recoge siete virtudes fundamentales: Rectitud, coraje, benevolencia, honestidad, respeto, honor y lealtad… y llevado al último extremo, fue el ideario que llevó, en 1945, a los últimos aviadores del Imperio del Sol a estamparse voluntariamente contra decenas de barcos estadounidenses…

La plenitud de esta sugerente forma de vida llegó en los siglos XIV y XV d.C. pero, irónicamente, el arquetipo de Samurai, del gran guerrero por excelencia, llegó tarde para conocer las grandes batallas de la historia medieval japonesa y en su tiempo, para su suerte o para su desgracia, su país conoció más periodos de paz que de guerra. Por eso, si el paso de los siglos ha dotado a Miyamoto Musashi de una áurea legendaria es precisamente porque en el camino que escogió seguir, el enemigo fue siempre él mismo, sus propios límites. El Samurai Miyamoto vivió durante el siglo XVII y ha pasado a la historia tanto por su increíble habilidad con la espada, como por su “Libro de los cinco anillos”, un brillante tratado de estrategia militar que se lee casi de carrerilla y, finalmente, por la enorme importancia de sus obras pictóricas tardías y de caligrafía, tan apreciadas en su país.

Como buen mito, su vida está rodeada de misterios e incertezas. Por lo que se sabe, nació con el nombre de Shimen Musashi en 1584, en el seno de una familia de Samuráis de “segunda división”. Su infancia estuvo marcada por dos hechos que hubieran hecho polvo a cualquiera; al poco de venir al mundo, su padre empezó a “… ir a por tabaco regularmente”. Para cuando paraba por casa y no estaba ebrio, apenas se preocupaba de otra cosa que de iniciar a su hijo en el arte de la espada… una espada que aún era más grande que él. Además, una sífilis congénita le regaló unas tremendas cicatrices en la cara y el cuero cabelludo, que le impedían dos de las cosas más importantes para un aspirante a samurai: peinarse y afeitarse correctamente. Quizás por ello Shimen le tomó cierta aversión a la limpieza y, al parecer, siempre tuvo un aspecto peculiar… por lo guarro. A los nueve años, muerta su madre, perdió definitivamente todo contacto con su padre.

Agresivo y fuerte, la adolescencia de Musashi transcurrió de victoria en victoria en todos los combates en los que participó. En el primero aceptó el desafió lanzado por un conocido luchador de Kenjutsu: acabó rápidamente con él aunque solo contaba trece años de edad y no tenía más diploma de artes marciales que el de CCC. Después de vencer a su primer oponente, a los dieciséis, inició un largo viaje que lo llevaría por todo Japón, sobreviviendo como soldado de fortuna y arrendándose al mejor postor. Según la tradición, lucho en la batalla de Sekigahara, decisiva para el acceso al shogunato de Tokugawa Ieyasu y sus descendientes. Aunque Musashi combatió en el bando perdedor, sobrevivió no sólo a trece delirantes días de lucha sino también a la posterior masacre de los doce mil prisioneros capturados, ayudando a muchos de ellos a escapar. Años más tarde se dirigió a Kyoto a “hacer un recao”… nada menos que consumar su venganza contra la familia de instructores marciales Yoshioka, se cree que porque habían humillado a Musashi mofándose de los orígenes de su padre. Mushasi, aún cuando debía agradecer bien poco a su progenitor, desafió al cabeza de familia contrario, Genzamenon que, aunque estaba en su derecho de renunciar a luchar con alguien inferior, aceptó el duelo. Tras esperar durante dos horas mandó a buscar a Musashi solo para comprobar que este dormía ruidosamente debajo de un almendro, aunque aseguró que llegaría al lugar del duelo en un periquete. Tardó dos horas más. Cuando se presentó por fin, Genzamenon estaba tan nervioso que nuestro protagonista le mató sin problemas.

Técnicamente, aparte de por su aspecto aterrador, Musashi se distinguía de los demás samuráis en que jamás fue a una escuela de lucha y en que en ocasiones no utilizaba armas metálicas. Tal es así, que venció al menos a cuatro oponentes con una simple espada de madera o Bokken. En otra ocasión, Mushasi olvidó su espada en su casa y, antes que aceptar la deshonra de rehusar el duelo o reconocer su descuido e ir a por ella, pidió el tiempo suficiente para tallar algo parecido a una espada a partir de un remo viejo de la barca con la que se había presentado en la pelea… Por supuesto, ganó.

Pero, como he indicado antes, a pesar de la violencia que caracterizó su vida, a Musashi solo se le hace justicia reconociendo su infinito afán de superación, afán que demostró a lo largo de toda su vida, haciendo frente a las variadas circunstancias negativas que le rodearon y sobresaliendo en aquello que se propuso. Por esto es recordado con fervor en Japón… por su innata capacidad de sobreponerse, incluso, a ciertas malformaciones en las manos que casi le impedían el ejercicio de su verdadera vocación: la pintura. A eso se dedicó sus últimos años, a pintar excelentes grabados y láminas en la cueva en la que se retiró a envejecer. Mushasi utilizaba la tinta de manera majestuosa, siempre siguiendo estrictamente las reglas del arte oriental… Ante todo, captar el sentimiento que anima a la pincelada hasta captar el alma del modelo.

Él lo consiguió, uniendo además el suyo propio, ese abrasador esfuerzo por salir siempre adelante…

Saludos.

sábado, 23 de septiembre de 2006

¿Lo llevo todo?


Ayer, laboralmente hablando, fue un día para olvidar. Y eso, para lo que pagamos la hipoteca gracias a algo que sabemos hacer pero que no nos gusta en demasía, solo puede dignificar la peor de las combinaciones posibles, esto es… trabajar mucho… para que adelantes poco y te luzca nada: el teléfono sonando sin parar, la mesa llenándose de papeles e informes a cada instante, Microsoft Outlook “escupiendo” rabiosamente mensajes, mis compañeros entrando y saliendo como de una cafetería… Si a esto le unimos que, al menos, el 90% de la gente entiende el viernes como la antesala lógica del fin de semana pero que, a un servidor, suele ser el día que más le cunde, no os sorprenderá que acabara saliendo del trabajo como de unos toriles y destilando un “cabreo” monumental. Así que, con una poco forzada cara de malas pulgas encaminé mis pasos hacia al autobús, confiando en que no hubiera demasiado tráfico que retrasara mi vuelta a casa y, sobre todo, rogando a Dios para que no sentara a mi lado algún paisano con ganas de conversación y me arruinara el último capítulo de “La Catedral del mar”, mi libro de las dos últimas semanas… Desgraciadamente para mí, el altísimo tenía cosas más importantes que hacer que facilitar la vuelta a casa de este pobre contable…

Al principio, cuando se sentó a mi lado y comenzó a castigarme las meninges con su monocorde verborrea, no reparé en su aspecto pero, unos minutos más tarde, una vez decidí hacer un alto en la lectura para descansar la vista y lanzarle una mirada furibunda, a ver si así se decidía a salir de mi mundo para no volver y fijé mis ojos en él, confieso que no pude dejar de mirarlo hasta que se bajó, seis o siete paradas más tarde. Permitidme aclarar que, generalmente, no soy tan maleducado… Me gusta pasar desapercibido, más aún en los transportes públicos; como mucho, me permito aguantar la mirada de cuando en cuando en alguna bella señorita y tan solo en dos o tres ocasiones me he decidido por acompañarla de una tímida sonrisa, pero es que mi eventual compañero de viaje del viernes era… espectacular. No por su físico, más o menos normal, sino por la cantidad de abalorios, cachivaches y achiperres que colgaban de su cuello, brazos y muñecas y que, aún a riesgo de dejarme alguno, procedo a enumerar: En su cabeza, un par de gafas, unas graduadas - espero... - y otras de sol, a modo de diadema para el pelo; en sus orejas, variados y llamativos pendientes, al menos cuatro en cada una de ellas; en el cuello tres collares, uno de conchas, otro metálico y un tercero de cuero, rematado con signo tribal que le tapaba medio pecho. En sus brazos, media docena de pulseras incluyendo la roja, de apoyo a la selección española de futbol, la amarilla, esa que popularizó Amstrong, la blanca y negra contra el racismo, y la verde, que no se muy bien lo que significa ni me importa... Podría decirse que no había causa en el mundo que no encontrara en los brazos de este hombre una valla de publicidad gratuita; En sus pantalones, decenas de chapas de aquellas que estuvieron de moda en los años ochenta, algunas de ellas irreconciliables, como el símbolo de la paz y la calavera que identificaba a los hombres de las temibles SS. Aparte, portaba dos móviles en su cinturón, una funda para las gafas, una bolsa de estas que se llevan en bandolera, una mochila, un reloj Casio con calculadora - un hermoso detalle retro :-) - y un llavero con el que hubiera podido abrir hasta las puertas del cielo... ¡Éste hombre tenía más accesorios que un Madelman! Una vez superado el "shock" inicial y sonriendo para mis adentros, pensando en las horas a que se tendría que levantar este buen hombre para salir equipado de casa, pensé en que sin duda, se habría sentido como pez en el agua en las antiguas legiones de Roma...

Hace muchos siglos, cuando los romanos empezaban a sentirse como los amos del mundo y sus ejércitos conquistaban lejanísimos países de los que nunca nadie había oído hablar, alguien percibió que lo que se había revelado bueno hasta entonces, estaba a punto de dejar de serlo y que, si Roma deseaba además conservar sus nuevas provincias, necesitaba un ejército más rápido, más móvil y, sobre todo más profesional. Y no es que los legionarios que se encontró Cayo Mario, tío de Julio Cesar, fuesen malos ¡todo lo contario! El problema es que eran, en cierto modo, soldados a tiempo parcial pues, como propietarios de tierras, debían dedicar la mitad del año a cuidar sus cosechas y atender a sus familias. Esto significaba dos cosas: Una, que aquellos hombres estaban deseando acabar la campaña para volver con sus mujeres y dos, que empezaban a concebir la milicia como una carga pues, si conseguian mantenerse con vida hasta llegar a viejos, poco a nada recibían a cambio. Mario se dió cuenta y, en una medida que sus contemporáneos apenas entendieron, dio entrada en el ejército a los capite censi, a aquellos que nada tenían y, por tanto, a aquellos que estaban dispuestos a darlo todo por retirarse un poco menos pobres de lo que se alistaron. La medida fue un éxito, pues permitió mantener hombres en armas durante todo el año, algo imprescindible si lo que se quería era mantener lo conquistado y, además, al esteblecer la obligatoriedad de "premiar" a aquellos que llegaran a viejos con una parcela de tierra cultivable, propició que se aprovecharan para la agricultura terrenos hasta ese momento considerados baldíos.

Más el cambio fundamental no fue ese. Mario tambien se dio cuenta de que, en un ejército que confiaba su destino a su infanteria y que debía custodiar fronteras de cientos y cientos de kilómetros, la rapidez con que consiguiera moverse era fundamental. Por aquellos días los legionarios romanos se acompañaban de un tren de bagajes que podía representar dos o tres veces la longitud del ejército mientras marchaba. Detrás de los soldados avanzaban miles de acemilas, que cargaban los pertrechos e incluso las armas de aquellos, mujeres de dudosa reputación, buhoneros, curanderos, adivinos y toda suerte de rufianes que se aprovechaban de una cierta laxitud en las normas para sobrevivir a base de engaños e incluso participar en saqueos y botines. Mario, con buen criterio, acabó definitvamente con todo esto, arrojando a patadas de los campamentos a todo aquel que no fuera personal combatiente y, sobre todo, prescindiendo de de burros y asnos y obligando a sus hombres a que, de ahora en adelante, cargaran diariamente con la totalidad de su equipo. Tan solo permitió un animal por cada contubernium o grupo de ocho legionarios.

En un principio, le medida fue aceptada a regañadientes por sus hombres pero, a la mañana siguiente, cuando fueron realmente conscientes del volumen de equipo que debían transportar sobre sus hombros, seguro que más de uno se tuvo que hacer el dormido. Cada legionario, además de su casco, su gladius, su escudo y su cota de malla debía acarrear además una capa, un poncho, un cazo metálico donde comer, una cesta de mimbre, un pico, un hacha, un cortacésped, una correa, una sierra para madera llamada honcejo, una cadena, dos estacas de maderas con las que formar una empalizada y una dolabra. Me apuesto a que, durante las marchas, el asno del cortubernium sonreía de soslayo, complacido de tener que acarrear, "tan solo", la tienda donde dormir y los utensilios que conformaban una pequeña cocina de campaña. Pero muy pronto, los legionarios se acostumbraron, se endurecieron y fueron capaces de cubrir enormes distancias cargados hasta las trancas de armas y herramientas... y de golpear con dureza al enemigo sin solución de continuidad, cansados o descansados, al levantarse o al anochecer, con sol o con lluvia...y eso, por aquellos días, no estaba al alcance de nadie.

A partir de entonces, los soldados de infatería, los miles romanos, serían conocidos por sus enemigos como los Mulus Marianus... o las mulas de Mario, soldados capaces de caminar treinta kilómetros con treinta kilos en las espaldas...

Para una época en la que los hombres aún andaban con sandalias, no estaba mal.

lunes, 18 de septiembre de 2006

El fotógrafo de Mauthausen


Sobre los campos de exterminio Nazi, su funcionamiento, las penalidades que sufrieron aquellos que estuvieron confinados en sus instalaciones – por llamarlas de algún modo – y el daño irreparable que los hechos que ocurrieron en su interior causaron a la libertad, la justicia y la dignidad humanas, se ha escrito mucho. Sí uno lo desea puede encontrar centenares de obras muy valiosas en cualquier librería, puede informarse a través de la Web e incluso la televisión y la radio dedican, con cierta periodicidad casi malsana, programas especiales en los que se recuerda toda aquella infamia con mejor o peor tino… El camino para aquel que desee superar su ignorancia o su indiferencia para con este capítulo de nuestra historia – o histeria… - es bien sencillo, y su destino, si uno es hombre cuerdo y bien nacido, lo es aún más y no admite pérdida… Poco puedo aportar yo.

Pero para acercarse a estos hechos, el hombre del siglo XXI tiene que vencer ciertas dificultades, derivadas de la evolución que hemos seguido nosotros mismos en estos últimos decenios de lozanía, evolución que ha concluido un hombre poco informado, efervescente y algo pasota a la vez, intrascendente y con nula capacidad de sorpresa. Esa falta de empatía, ese empacho audiovisual que nos sacude y nos embelesa, hace que contemplemos todo aquello que no nos afecta directamente desde la barrera, que seamos capaces de emocionarnos casi con cualquier cosa, pero también que seamos igualmente hábiles para, puede que inconscientemente, eliminar de nuestro acervo emocional todo aquellos que nos molesta y nos avergüenza, apartarlo a un rincón y empujarlo sin miramientos hasta que ese pensamiento nos abandona, mientras que nos auto - convencemos de que a nosotros no nos va a pasar… y peor aún, de que aquello no puede volver a ocurrir. En definitiva, nos sentimos muy diferentes a otros hombres que han vivido hace bien pocos años y nos sentimos mejores, aunque no sepamos explicar exactamente el porqué.

Pues bien, insisto en que, hace muy pocos años, Mauthausen fue uno de los más importantes campos de concentración de la Alemania Nacional Socialista. Fue construido junto a las canteras de Wienergraben, a orillas del Danubio y, en esencia, su funcionamiento no difería demasiado de los otros quince principales campos y trescientos subcampos que se repartían por toda la Europa ocupada. Aún así, en Mauthausen intervienen dos circunstancias que lo hacen excepcional. En primer lugar, toda la actividad del campo giraba en torno a las canteras que lo rodeaban, canteras a las que se accedía descendiendo los 186 escalones de una escalera que fue bautizada, poco originalmente, como “escalera de la muerte”. Al amanecer, los prisioneros la bajaban corriendo, golpeados por los Capos del campo; Al anochecer, la subida se llevaba a cabo en columnas de cinco, generalmente con una enorme piedra atada a la espalda para, supongo, aprovechar el viaje. Al final de la escalera se abría un abismo en la roca cortada que las SS habían bautizado, con discutible humor, como “El abismo de los paracaidistas” porque muchos prisioneros desesperados se lanzaban al vacío o eran empujados y precipitados por sus guardias.

La otra extraordinaria particularidad que me sirve de excusa para invitaros a contemplar, que no leer este post, es la presencia entre los prisioneros de Mauthausen de un joven fotógrafo español llamado Francisco Boix. Francisco, nacido en Barcelona en 1920 y comunista confeso, se exilió a Francia tras la Guerra Civil y allí fue hecho prisionero en 1941, y trasladado inmediatamente al campo. Al poco de ingresar en él, con la ayuda de otros presos y jugándose literalmente la vida, si es que uno puede hacer semejante cosa allá adentro, escondió cientos de fotografías tomadas por miembros de las SS y, una vez liberado el campo, tomó miles de ellas desde el mismo instante en que dejó de ser prisionero de éste. No fue ni el primero ni el último que consiguió hacer algo semejante pero, por su volumen e importancia, las colecciones con las que Boix retornó a París en Junio de 1945 son de un valor incalculable. Sobre la liberación de los campos de exterminio conocemos muchos reportajes hechos por los fotógrafos que acompañaban a los ejércitos aliados pero Boix ya estaba dentro cuando los aliados entraron en Mauthausen y con su cámara "Lecia" robada de los almacenes del campo, inmortalizó la llegada de aquella primera patrulla de reconocimiento americana cuyos miembros nunca hubieran imaginado aquello que se iban a encontrar. Sus fotografías inmediatamente se hicieron famosas e incluso despertaron la admiración de la prensa europea, especialmente a raiz de la comparencia de Boix en los Juicios de Nuremberg, pero no faltaron quienes se aprovecharon del pasado izquierdista de Boix para cuestionar la autenticidad de su testimonio y discutir su valor probatorio, incluso desde dentro del bando aliado.

No pretendo sostener que Boix fuera mejor que cualquier otro de los más de doscientos mil presos de todo el mundo que pasaron por Mauthausen o que merezca más atención que cualquier otro de los siete mil doscientos españoles que entraron en ese campo, cinco mil quinientos de ellos para no volver jamás, pero indagar en su obra, es hacerlo en la historia no solo de los que compartieron con él su sufrimiento y su dolor sino de todos aquellos que fueron, son o serán sojuzgados por otros hombres en el pasado o el futuro. Por esto mismo su figura representa un mojón indestructible que señala los lindes de la carretera que conduce a la libertad. Interesarse por estas fotos, escrutarlas como quien relee las últimas líneas de un buen libro, intentar verlas, siquiera por unos momentos, con la mirada de aquel joven cuya vida dejó de pertenecerle durante cuatro largos años, es un ejercicio de justicia, de reconocimiento y puede que también de autoayuda frente a la desidia, el odio, la inhumanidad y los totalitarismos, vengan de donde vengan. Estas fotos son una radiografía… pero también una poderosa y gratuita vacuna que está al alcance de cualquiera.

Compañeros de Francisco Boix, fotografiados en invierno de 1943.


Otro compañero de Boix, éste con peor suerte... Murió congelado
mientras trabajaba al raso durante el crudísimo invierno del año 1944.

El comandante del campo enseña las instalaciones a Himmler,
durante una visita en abril de 1943. Por aquellos días, el Reich ya había
tomado partido por la llamada "solución final" al problema de los campos.

Presos de Mauthausen esperando ser asignados a los diferentes
módulos. Este trámite solía demorarse a propósito y no era extraño
que estos desdichados esperaran durante dos o tres días, al raso y desnudos,
antes de ser definitivamente ubicados.

Un guardia del campo junto a uno de los "Kapos". Estos últimos eran presos a los
que los alemanes recurrían para mantener el orden, aterrorizar a sus compañeros y
delatar a los díscolos o a aquellos que pretendían fugarse. Gozaban de pequeños privilegios
como, por ejemplo, comer carne y con frecuencia eran aún más desalmados que los
propios hombres de las SS.

La tristemente famosa escalera que conducía a la cantera. Subirla en invierno,
cargando una piedra de más de cuarenta kilos debió convertirse en una
odisea. No era extraño que los presos se resbalaran a causa del hielo o el rocío
y se precipitaran por los escalones.

Trabajos que hubieran fácilmente realizables con maquinaria pesada,
se convertían en inhumanos encargos para los desdichados ocupantes
de los campos. No había gruas, y todo se llevaba a cabo "gracias" al esfuerzo
motriz de aquellos hombres. El precio fue altísimo; la esperanza media de vida en
Mauthausen eran de 14 meses.

Un Comité internacional de resistencia, creado cladestinamente
por deportados, liberó el campo tras duros combates entre el 5 y el 7
de Mayo de 1945, horas antes de que llegaran las primeras patrullas
aliadas.

Una de las tareas que se encargó a los hombres de las SS, una vez liberado
el campo, fue acarrear los miles de cadáveres a los qu
e no dió tiempo a incinerar.
En muchos de los campos, y Mauthausen no fue una excepción, las fuerzas
norteamericanas obligaron a los funcionarios de los pueblos vecinos al campo
a colaborar empujando carretillas o cavando las fosas comunes.