viernes, 18 de marzo de 2005

Marco Aurelio, emperador a su pesar


Estatua ecuestre de Marco Aurelio - Roma

Cuando Marco Aurelio subió al trono en el 161 D.C, tenía 40 años, y era uno de esos hombres que habiendo nacido de pie lo reconocen lealmente. Tengo una gran deuda con los dioses – dejó escrito – Me han dado buenos padres, buenos abuelos, una buena hermana, buenos maestros y buenos amigos. Entre estos últimos estaba el emperador Adriano, que frecuentaba su casa y por quien tomo verdadero aprecio, quizás a causa de su común origen español. En su infancia, Marco quedo huérfano al poco de nacer y fue criado por su abuelo, y la confianza que depositó en su nietecillo lo demuestra el número de preceptores que le dio: seis para retórica, cuatro para gramática, seis para filosofía y uno para matemáticas. O sea, diecisiete en total. Cómo se las compuso aquel chico para aprender algo sin volverse loco sigue siendo un misterio. Se apasionó pronto por la filosofía y no sólo quiso estudiarla sino practicarla también. A los doce años quitó la cama de su habitación para dormir en el suelo, y se sometió a tal dieta y abstinencia que su salud acabó por resentirse. Pero no se quejó. Antes bien, agradeció a los Dioses haberse mantenido casto hasta los 18 años.


Cuando Marco fue coronado, todos los filósofos del imperio exultaron, viendo en aquel hecho, el propio triunfo. Pero se equivocaron. Marco no fue un gran hombre de estado. No entendía nada de economía y regularmente había que vigilarle las cuentas y los presupuestos. Pero conocía bien a los hombres. Sabía que las leyes no bastaban para mejorarlos, por lo que reformó los códigos legales de sus dos predecesores pero flemáticamente y sin creer demasiado en sus beneficios. Como buen moralista creía más en el ejemplo, y procuró darlo con el ascetismo de su existencia, que sus súbditos admiraron sin la más mínima intención de imitar.


Los acontecimientos no le fueron favorables desde el principio. Nada más tomar posesión del trono, Britanos, Godos, Germanos y Persas empezaron a amenazar los confines del imperio. Marco mandó un ejército a Siria, al mando de Lucio Vero que en aquel momento era corregente junto a él. A Lucio le faltó tiempo para enamorarse de Pantea, la cleopatra del lugar, y allí se detuvo. Mientras uno retozaba, el otro tuvo que coger el toro por los cuernos, derrotar a los persas con la ayuda del gran militar Avidio Casio, y Lucio no volvió a Roma más que para disfrutar en Roma del triunfo que Marco le regaló. Pero aparte de los besos de Pantea y sus concubinas, los ejércitos romanos trajeron otro regalo, este de peor gusto: la peste, que mató, solo en Roma a más de 200.000 personas. Marco empezó a frecuentar más los hospitales que el palacio. A todo esto se le añadió otra desgracia. Su mujer, Faustina, era tan bella como infiel. Sus adulterios no son probados pero toda Roma hablaba de ellos. De sus cuatro hijos, una murió, otra se convirtió en la infeliz esposa de Lucio Vero, que solo se portó bien con ella el día que decidió dejarla viuda y, en cuanto a los dos mellizos, uno se murió al nacer y el otro, que se llamaba Cómodo, mejor se podía haber muerto.


En ese momento, con Roma diezmada por la pestilencia y la carestía, las tribus germánicas irrumpieron de nuevo, está vez hacía Hungría y Rumanía. Cuando Marco se puso personalmente al mando de sus legiones, muchos se sonrieron. Aquel individuo delicado y macilento, obligado a una dieta vegetariana, no inspiraba demasiada confianza como conductor de hombres. Y en cambio, pocas veces en la historia del imperio han luchado los legionarios con más fiereza que bajo su mando directo. Marco derrotó a los más aguerridos enemigos de roma: longobardos, cuados, marcomanos, sármatas…Al mismo tiempo, Avidio Casio, su general preferido desde siempre, se sublevó y los persas atacaron de nuevo. Marco tuvo que atender tres frentes, galopando sin cesar, siempre resfriado, y así año tras año. Estaba coronando en Marcomania una serie de victoriosas campañas que habían dejado a los germanos a punto del remate final, cuando cayo enfermo en Viena, es decir, más enfermo de lo normal. Durante cinco días rechazó comida y bebida. Al sexto se levantó y presentó a Cómodo a las legiones como su heredero, volvió a la cama y murió.


Marco Aurelio aborrecía la guerra; pero afrontó su destino y pasó diecisiete de sus veinte años de reinado, en la trinchera. No fue un hombre feliz. A la preocupación por el carácter de su hijo, las infidelidades de su mujer y los problemas del Imperio, se añadía su carácter estoico y pesimista. Quizá el único momento de paz del día, se producía por la noche, cuando escribía sus Pensamientos. Uno de ellos, demuestra a las claras su punto de vista sobre la existencia que le había tocado vivir...


…una araña, cuando ha capturado una mosca, cree que ha hecho quien sabe qué.
Y lo mismo cree quién ha capturado a un sármata.
Ni uno ni otro se dan cuenta de que son sólo dos pequeños ladrones...

2 comentarios:

Turulato dijo...

Afrontar el destino... ¡Qué grande y necesaria verdad!. "Dulce et decorum es pro patria morit"

Unknown dijo...

Todo esto fue sacado textualmente del libro: Historia de Roma de Indro Montanelli.
Ampliamente recomendado