domingo, 20 de marzo de 2005

Breve historia de Roma para la hora del café (V)

En el momento de la muerte Anco Marcio se hallaba en la ciudad un personaje muy diferente de aquellos a los que los romanos solían elegir como reyes y magistrados. Venía de Tarquinía, una de las ciudades de los etruscos, y era hijo de un griego. Era vivaz, brillante, sin prejuicios y muy ambicioso. Era rico y despilfarrador entre gente rácana y tacaña. Era elegante en medio de palurdos. Era el único que sabía de matemáticas y de geografía, en un mundo de pobres analfabetos. En fin, hizo un curso acelerado para que los romanos lo mirasen con una buena dosis de desconfianza.
En cuanto que pudo, empezó a intrigar. Las familias etruscas, que probablemente constituirían una minoría rica e influyente, vieron en él a su hombre y, cansados de ser gobernados por toscos pastores latinos y sabinos, sordos a sus necesidades comerciales y expansionistas, decidieron elevarle al trono. Cómo se anduvieron las cosas, lo ignaramos; pero Tito Livio hace una referencia a la plebe, que aparece como elemento nuevo en la vida política romana o, por lo menos, que no se había hecho notar entre los cuatro primero reyes, que no tenían necesidad alguna de hablar a la plebe para ser elegidos... porque en sus tiempos no había plebe. Era la perfecta democracia casera, donde todo se hacía a la luz del sol, entre ciudadanos iguales.
Pero con la muerte de Anco Marcio, la situación cambió completamente. Las necesidades bélicas estimularon la llegada de herreros, carpinteros, curtidores y un sinfín de gentes de toda condición. Los soldados, después de haber hecho la guerra, no tenían ninguna gana de regresar a sus pequeñas granjas rurales y se quedaban en Roma, donde se encontraban con más facilidad las mujeres y el vino. Más sobre todo, las victorias hicieron fluir un torrente de esclavos. Y esa multitud forastera formaba el Plenum, de donde procede la palabra plebe.
Y de todo esto se percató Lucio Tarquinio, que así se llamaba nuestro protagonista. No le costó mucho convencer a la plebe de las ventajas que tendrían si un rey también forastero, defendía sus derechos. Posiblemente fue una de las primeras campañas electorales de la historia. Lucio fue elegido con el nombre de Tarquinio Prisco y permaneció en el trono la friolera de 38 años. Para librarse de él, los patricios, es decir, los rurales, tuvieron que hacerle asesinar. Más inútilmente. Ante todo, porque la corona pasó a su hijo y posteriormente a su nieto. En segundo lugar, porque más que la cusa, el advenimiento de los Tarquinios fue el efecto de una cierta vuelta que la historia de roma había sufrido y que ya no le iba a permitir volver a su primitivo y arcaico orden social.
Lucio dedicó sus años de reinado a hacerse un palacio al estilo etrusco y, para no perder la costumbre, a pegarse con todo aquel que estuviera a tiro de piedra de los romanos. Primero, subyugó definitivamente todo el Lacio. Después buscó camorra con los pobres Sabinos, los cuales llevaban unos años sin meterse con nadie, y les robó gran parte de sus tierras. En política interior, dio un giro total a la ciudad de Roma, y la dotó de nuevos templos, la ordenó según un plan urbanístico coherente y construyó en ella la Cloaca Máxima, que por fin liberó a los ciudadanos de sus detritos. Para hacer está verdadera revolución social tuvo que vencer la hostilidad del Senado, él cual, en otros tiempos, le hubiese depuesto; más Lucio tenía ahora el apoyo de la plebe, que estaba dispuesta a sostenerle incluso echándose a las barricadas. Era más fácil asesinarlo, y así se hizo en el año 578 AC. Pero cometieron el tremendo error de dejar con vida a su mujer y a su hijo, convencidos de que, aquella por su sexo y éste por su temprana edad, no podrían mantener el poder.

Error.

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